martes, 18 de noviembre de 2008

Pregon del hellinero Jose Antonio Iniesta en Almansa en 1998

Esta es la portada de su obra "La Tamborada mas Grande del Mundo" Foto archivo del autor


Pregón de la Semana Santa de Almansa, 4 de abril 1998

A la Hermandad y Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Calvario y María Santísima de la Esperanza


ABRAZAR LA CRUZ AL BORDE DE UN TERCER MILENIO Por: José Antonio Iniesta






PREÁMBULO

Buenísimas noches a todas las buenas gentes, amigos todos, a los miembros de esta digna Hermandad y Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Calvario y María Santísima de la Esperanza, y a quienes sin serlo hacen posible que nos encontremos juntos en este instante, a los que han alentado durante tanto tiempo la mágica varita de su presencia y a quienes un extraño destino ha hecho posible que ocupen estas butacas en el último momento. A todos gracias por la presencia, por el sencillo y milagroso hecho de estar juntos para construir aunque sólo sea un espacio y unos minutos de toda la historia del mundo y de los hombres.
¿Habéis imaginado alguna vez que cada respiración, cada palabra pronunciada, cada mirada, es irrepetible y ocupa sólo un tiempo de una vez en la inmensidad del Cosmos? ¿Imagináis el hecho de que sólo una vez en nuestra vida y las por haber nos juntaremos como ahora, todos los que estamos, para hacer posible un instante que existe en la misma medida en que deja de serlo?
No he de desperdiciar por lo tanto este trozo de Eternidad y expreso mi sincero agradecimiento a quienes tuvieron la idea de invitarme a pregonar esta digna Semana Santa de las tierras de Almansa, sin esconder mi pudor al imaginar que siempre habrá mil y uno que lo sepan hacer de mejor forma, aunque eso sí, no con más entusiasmo y voluntad que la que aquí traigo, como hellinero para el que la Pasión se vive todo un año, como ser humano que admira a ese inmenso ser que unos grandes entusiastas, corazones ambulantes con dos piernas, han hecho posible que siga abrazando, en este laberinto de calles y para siempre, una cruz que es sin duda, o debería ser, la de todos los hombres.
Dios existe, existe a cada instante, y por eso viene a titularse mi pregón: "Abrazar la cruz al borde de un tercer milenio".



II
EL VUELO DE UN VENCEJO


En primavera llegan a estas nuestras tierras los vencejos, rasgando con su negro movimiento el azul del cielo siempre quieto, para anidar en cualquier recoveco, y así quiero yo, como fugaz peregrino, acercarme de entrada a la historia y los misterios de una gran ciudad, Almansa, que es pueblo de raíces y de hazañas. Es lo menos que puede hacer quien se aventura a descifrar la imagen de todo un Dios reflejada en una talla de cedro.
Y he de zarandear mi conciencia y la de toda una memoria colectiva para alcanzar en serio el talante de unos nombres, los vuestros, los de los antepasados y los que serán semilla de hombre en el futuro, para comprender el por qué de ese esfuerzo y ese milagro que quiere remontarnos al prodigio de escuchar el silencio en la madrugada de un Viernes Santo.
Todo ha de venir necesariamente del pasado. Hasta la última gesta, hasta el último hincarse de rodillas, hasta el más pequeño de los sueños, conforma siempre los tiempos futuros, el esfuerzo de hoy es raíz de árbol en el pasado, como lo será en su semilla, y en esto quiero que entendáis mi palabra... de los nuevos brotes que nacerán en el futuro.
Pero no puedo encarcelarme en los archivos ni en la agradable presencia de los libros, porque quiero ser, si se permite, en un instante, esencia de la propia esencia y del prodigio.
Por eso no quiero que mi pregón aclame las eternas y bellas estampas que son como postales, porque en ellas presiento además de todo ello el sentimiento de un noble pueblo. No quiero, por ejemplo, quedarme sólo en la excelente factura de este templo, iglesia de Santa María de la Asunción, que es joya en joyero de piedra por cierto, porque sé de tanto ruego y fe y esfuerzo y llanto que ha quedado prendido de sus bóvedas de cañón y crucería, porque presiento todo el palpitar de un pueblo grande como un corazón latiendo a través de las nervaduras y las columnas corintias. Aquí alienta la oración, la vida con la muerte, y huele a llamarada de luz, de la cera y del espíritu al mismo tiempo.
Como no puedo recordar a la Virgen de Belén sin presentir ese temblor que produce en cada uno de los almanseños el brillo de sus ojos, ese amparo y emoción que cada uno siente desde que nace. ¡Viva la Virgen de Belén y el Niñico también!, porque es la esencia viva y colectiva, reafirmación ante lo sagrado de una estirpe. Y cómo no he de entenderlo con sólo presentir en mi mirada hellinera el rostro de mi Virgen del Rosario. Porque Virgen, por cierto, no hay más que una. Por eso sé de vuestro pulso agitado, de los vítores que salen del pecho como si os arrancaran la espina de la soledad y el desafío de cada día, de esos ojos prontos a llorar al sentir tan cercana, tan de cada uno, a María. ¿No creéis que es como si uno se quedara embelesado al contemplarla, y durmiera, de alguna forma durmiera, confiado? María Madre sólo hay una.
Es verdad que nadie salvo vosotros podéis presumir de tener en el viejo álbum familiar un palacio, la Casa Grande, como es el de los Condes de Cirat, pero... ¿no es verdad que para vosotros es sin duda más que arquitectura el patio porticado que se abre aún más sediento de luz a la plaza de Santa María de la Asunción, que sus columnas jónicas, sus jambas y dinteles, su equilibrada balaustrada haciendo artificios por los aires, y sus arcadas de medio punto, han abrazado durante siglos las ensoñaciones de tiempos pasados de los niños almanseños, tornándolos, tal vez en la penumbra de una tarde, aventureros de un día o de una noche? Quizás estos niños que hicieron posible que otros nuevos vinieran a este mundo no alcanzaron la dimensión del héroe, de Publio Cornelio Escipión, el Africano, el vencedor de Aníbal, pero en cada uno de sus relieves creció la fortaleza para explorar la vida desde todos sus frentes.
Almansa es el paradigma de la Historia, de esencias milenarias que hacen que sus hijos vengan al mundo no con un pan bajo el brazo, sino con un agujero para viajar en el tiempo y comprender la importancia de hacer que se sustenten con igual dignidad los años y los siglos venideros.
Yo percibo, lo confieso, un regalo de Dios en vuestra historia hasta el presente. Puedo remontar la memoria y descubrir que estáis aquí desde hace mucho tiempo, en un pequeño albero en el Barranco del Cabezo del Moro, tierra abierta como una entraña en la Serranía de Almansa, o en el Barranco de Olula, en el macizo cretácico de la Sierra de Santa Bárbara.
Ese arquero de la Prehistoria ya era preludio de una eterna contienda, de cristianos que trajeron a estas tierras a los moriscos, del fragor de la batalla de Almansa, del encuentro, no lo olvidéis nunca, del presente duelo entre el silencio y los ruidos, entre quienes buscan reencontrarse con el pasado y lo sagrado y aquellos que se desparraman sin saber cómo en un incierto y frenético futuro...
El arquero del Barranco del Moro ya era por entonces el arquetipo de vuestros padres, luchadores constantes; esa figura femenina del Barranco de Olula será siempre la de vuestras madres, tan hogareñas.
Y las distintas generaciones conforman, con sus manos y sus mentes, el entorno que nos corresponde, el que nos distingue. Hay un centro telúrico, corazón de piedra, que no os lo puede quitar nadie, el Cerro del Águila, que conforma si cabe más vuestro carácter, vuestra esencia. Este inmenso peñasco, como menhir y contrafuerte de tantas vidas, conforma vuestras calles: el centro siempre es uno. Y el visitante, yo por ejemplo, no puede dejar de embeberse en el laberinto de luz y cal, de ventanas como ojos grandes que son las calles. Huele a almohade, cuántos pueblos quisieran aroma con tanta clase, más de setecientos años palpitando vida entre estas calles. Y poco me importa a mí la etimología de Almansa. Si viene de Almohaza (ciudad de almohades), Al Manxa (la tierra seca), Al-manzah (el mirador) o Al-mansaf (la mitad del camino) si al fin y al cabo lo uno y lo otro ha sido. Yo prefiero perderme en la calle de la Cárcel Vieja (calle de la Estrella) para percibir esa estructura medieval que no es sino puro pasado o acercarme al Camino de Madrid y empaparme en la Morería con las sombras de todos los moriscos que en Almansa han sido. Pero en la Callejica, en la calle del Moro o en la de la Luna y la del Castillo, como acomodado bajo "La Capillica", yo percibo la esencia más cercana, la de los hombres de la tierra matándose a trabajar y más que eso, atormentándose a cada instante por encontrar la forma con la que dar de comer a una familia. Imagino los trabajos a destajo, las eras de sol a sol, los callos en las manos.
Sin este esfuerzo no es comprensible ninguno de los esfuerzos, la maravilla de ver a Jesús del Calvario resurgiendo en estas calles desde hace unos pocos años...

Hay un pueblo que en la tierra nace y muere
y no se lleva más que la nobleza y el sacrificio de una vida,
rostros sin nombre que lo dieron todo por un hijo.
Allí, entre las viejas calles,
se escucha todavía la voz de la conciencia,
el repicar de una campana que es de pura entraña
y de paciencia.
Todos los hombres fueron un solo hombre
para forjar con barro,
con su sudor y con su sangre,
tanto tapial y teja como corazones nobles.

Los hijos de la vieja Almansa, una vez más lo digo, saben de los viajes en el tiempo, lo presienten en las barrigas de sus madres, lo heredan con lluvia de bautismo y partida de nacimiento.


III
CREAR UN SUEÑO CON MADERA DE CEDRO



Antonio Dubé de Luque creó con madera de cedro la pura expresión de la conciencia divina, el dramatismo de la muerte presentida, del dolor de un ser tan inmensamente bello que siente en su entraña dolorida cómo es arrancado de los brazos de la vida y conducido por el tormento hasta la muerte por sus propios hijos. ¿Hay dolor más atroz que éste?
Pero este sueño transformado en imagen sagrada nació entre los resquicios de la conciencia de unos hijos de esta tierra. Todos ellos fueron los niños que imaginaron la conquista de un castillo que se les quedaba inmensamente grande, los que mojaron sus manos con el agua de la fuente de los patos, los que a fuerza de empaparse de tanta historia, piedra vieja y hazaña colectiva, forjaron, ya como hombres, un sueño con el que engrandecer aquel inmenso de sus antepasados, el de todos los otros hombres.
Había, además de todo ello, imágenes que clamaban al cielo, que pedían de una vez por todas ese acercamiento de siglos a lo sagrado. Tengo que reconocer que me estremece el relato de esos 33 caballeros que recorrían en silencio las calles de Almansa un Jueves Santo de 1552. Quiero volar con la imaginación, rodear el Cerro del Águila, rozar apenas las almenas y dejarme caer para saciarme de esa "austera penumbra saturada de incienso". La historia se detiene, se escucha el tintinear de los metales, de las espadas, dagas y puñales, de los que los caballeros se desprenden, pues no es momento de guerrear más que contra uno mismo, contra la oscuridad de la noche que cada uno llevamos dentro. Los Galiano, Valladolid, los Ulloa, Alarcón y Gil de Ortigosa, todos ellos de la Cofradía de la Preciosa sangre de Cristo. Surge el perdón a la luz de los cirios, es el momento para la catarsis: los enfermos "que ordenen su ánima confesando, comulgando y haciendo testamento". Después de tanta guerra y muerte, de tanto ensañamiento colectivo, es necesaria la purificación de todo un pueblo. Tras la ceremonia sale el sol cuatro veces y otras tantas la luna. Es el jueves de la semana de Pasión. Ahora ya no hay gallardía sino sumisión, ya no hay traje de lujoso paño sino túnica severa. Los caballeros han cambiado la rica pedrería por las disciplinas con las que se golpean una y otra vez. "¡Cristo ha muerto!", se grita, y este grito es un desgarro colectivo. No falta poesía: "Una ronda prepara mazos de esparto para alumbrar cuando muera el sol, y en la noche clara, prendida de diamantes en lo alto, las antorchas ardiendo, parecen corazones que se queman con el Santo Fuego del Amor a Cristo...".
Dios mío, cómo no habría de soñar un hijo de esta tierra con recuperar el estremecimiento de esta noche. Si hasta las piedras claman la necesidad de recuperar el encantamiento de las calles, si hasta parece que de un momento a otro de la noche va a volver a arder ese esparto como muestra de un corazón que arde por Cristo. No podían ni el hombre ni el destino romper ese hilo con sus raíces, con su arte, con sus costumbres, con el hondo sentimiento de lo sagrado. El hacerlo sería como borrar las figurillas de los Barrancos del Moro y Olula, desmantelar la osamenta de piedra del noble castillo, arrancar a arañazos las nervaduras de la Iglesia de la Asunción una por una o tapiar para siempre el arco de "La Capillica". Sería dar de lado a la historia y al sufrimiento de tantos hombres. El futuro avanza, es imparable, pero sólo los pueblos que se reafirmen en sus raíces tendrán verdadera conciencia de sí mismos. Y siempre, entre la vorágine de aquello que llamamos tiempo, ha de existir una reconciliación con lo divino, utilizando los conceptos de Mircea Eliade: un espacio y un tiempo sagrados donde reencontrarnos con nuestros antepasados, con lo más hermoso que en nosotros hay, con lo sagrado que nos redime de la pura condición del ser humano, pues por encima de todo somos seres de luz, creados en una dimensión que está por encima del tiempo y el espacio. En la convicción de esa constitución interna e invisible, nuestro pensamiento y nuestro sentimiento nos permite comprender que somos mucho más de lo que creemos.
Dios existe, existe a cada instante, y en esta confianza se hace más agradable el camino más duro de todos los caminos.

IV
UN NUEVO ALIENTO EN LAS CALLES



Cualquier día surge el prodigio, puede hacerlo en una madrugada de Viernes Santo. Basta con que haya entereza y voluntad para que el milagro cobre forma y se haga representación y drama. He visto esas imágenes que sobrecogen. Nuestro Padre Jesús del Calvario y María Santísima de la Esperanza bajo el arco de la Anunciación. Ahora el ángel de piedra despierta con su llamada a las conciencias dormidas de los almanseños: Jesús, el Cristo, por más que talla de cedro, camina por las calles abrazando una cruz, hay un mensaje tan grande en esto del abrazo... El silencio se clava en las carnes, de tan acostumbrados que estamos al vocerío y al ruido que nos desperdiga como seres humanos. Los sonidos del oboe, del fagot y del clarinete, son música y silencio a un mismo tiempo. ¿Es sonido de músicos o de ángeles de piedra que han vuelto a la vida?
Ahora la fuente de los patos es de agua de vida, recoleta y cristalina, se acompasa a ese arañazo de pasos que hace temblar la tierra, aunque es una caricia. Hay una extraña sinfonía de sonidos: agua y pasos, instrumentos y silencio puro de los hombres que ahora más que nunca se hacen espíritu acurrucados entre las sombras de las calles. Y uno puede escuchar hasta el latido de los corazones, hasta el crepitar de las alas de los insectos que buscan la luz mortal de las farolas. Así es por cierto de equívoca una existencia, cuando confundimos la verdadera luz aferrando con avaricia lo que sólo son las quiméricas y ficticias candilejas de la vida.
Todo este neón y artificio de una vida de la calle Rambla de la Mancha queda atrás para acercarnos al antiguo Ayuntamiento, que ahora encuentra albergue, como ha de ser, entre los viejos muros de la noble historia. Hombres y mujeres han buscado refugio en "El Pasaje" al otro lado del reloj, que ahora mide de una forma extraña el tiempo, y el escudo, este escudo que siempre nos hablará de rugidos de león, muros de castillo y brazos alados de ángel, pues aquí, como en cualquier lugar que se precie, hasta los mismísimos ángeles combaten.
En la calle Mendizábal hay otro león, que más que nunca calla y aporta su voz enteramente de agua al silencio de la noche. Aunque a ese silencio pertenecen los pasos de quienes portan los sagrados titulares y el golpe certero y seco del capataz, que parece aferrar con su mano una aldaba que llamara al cielo.
Es la penitencia, el recogimiento, de los nazarenos, capuz de mi tierra que aquí llaman antifaz, bajado, cubriendo el rostro que siempre es anónimo, como ha de serlo cada entrega, a su paso por la calle Duque de la Victoria y Aniceto Coloma, para sin acelerar el paso ni el pulso entrar de lleno en el recinto de la historia a través de la calle de la Morería. Más allá, en la calle Pedro Leal, toma cuerpo la oscuridad y el silencio, quizás en sus sombras 33 caballeros lloran emocionados sin consuelo.
Y de allí a la calle Calvario, donde el cedro y la mirada, el sobrecogimiento de una boca entreabierta y unas manos que abrazan una cruz, adquieren su verdadero sentido. Es el ecuador de vida y muerte, el retorno en el ciclo interminable de la vida, para enfilar la calle Del Campo, ante las sombras de la Capilla del Rosario, el umbral de la morería, y Callejita, con los restos del antiguo barrio musulmán, y la vista, como un sueño estando dormido o un cuento de las Mil y una Noches, de un castillo que es por un instante volcán de tierra y fuego, pasadizo extraño y enorme entre la tierra y el cielo.
Habremos de pasar con la memoria por la calle Pascual María Cuenca y luego por la típica de Aragón, atravesando sin dejar la poesía y el misticismo, junto al Convento de las Monjas de Clausura de las Madres Agustinas Recoletas, fija la mirada, pues no es para menos, en las dos impresionantes columnas salomónicas, retorcidas como si la piedra estuviera viva. Queda más silencio, parece interminable, en la recóndita plaza de San Agustín, e incluso en la fachada de los Enríquez de Navarra, que también habrán sabido de las viejas glorias, y la casa de los marqueses de Montortal, bello patio por dentro y rejería de antaño por fuera.
Y en el último tramo, para que nos quede aún más regusto del símbolo y el arcano, nos acoge la calle Virgen de Belén. Quién mejor que ella para dar nombre a la calle con la que alcanzar la plaza de Santa María, donde de nuevo el cedro, la piedra, el agua, el cielo oscuro de la noche, actúan para representar un drama cósmico que queda prendado para siempre de las pupilas, de los oídos, de los repliegues más hondos de todos los corazones.


V
LA IMPORTANCIA DE LO SAGRADO



Recuperar la experiencia de lo sagrado en nuestras vidas es más que necesario. Yo no podría vivir sin un redoble al año que me remueva las tripas, que me haga palpitar a un ritmo despiadado el corazón y rompa, con un encantamiento que no termino de entender por más que lo he vivido y escrito sobre el mismo, los esquemas lógicos del tiempo y el espacio para dejarme, con mansedumbre, en algún lugar en tierra de nadie, en las fronteras de la realidad. Es una forma como otra de expresar el estremecimiento de la Pasión, la alegría y la tristeza que a un mismo tiempo se mezclan en las calles de mi tierra. Para nosotros la Semana Santa es todo el año: la tierra espera el momento de dar la vida a los claveles, los báculos tintinean de gozo nervioso y las cornetas y los tambores anuncian el tiempo glorioso de vivir lo sagrado, de alimentarse de lo sagrado, de transmitir a cada uno de nuestros hijos un año más la belleza de cada uno de los olores, sonidos y colores.
Por eso admiro vuestro esfuerzo para hacer que navegue ese barco del entusiasmo que tanto tiempo estuviera en dique seco. Ahora que habéis llevado el silencio y la música a estas calles habéis creado ramalazos de sacralidad que se quedarán para siempre en las pupilas de los niños, en los labios amartillados de los mayores. Habéis hecho, con sólo esto, que es tan grande, que la vida adquiera algo más de sentido. Es más que importarte representar una y otra vez el Drama Ancestral del sufrimiento y la muerte de Cristo, también su resurrección, que a nosotros los hellineros nos llena el corazón de gozo con pasos que son bailados a un ritmo de vértigo. Esta semilla que habéis sembrado ha de germinar y atraer hacia nuevos proyectos a los miles de entusiastas que quizás ni siquiera sepan que lo son, envueltos como crisálida en la vida rutinaria.
No ha de perderse el hilo etéreo y sutil con la divinidad, pues de dónde si no, viene el sustento, por encima incluso de toda esa perifolla de neuronas, red urbana de venas o estructuras ciclópeas de hueso que sólo son, por más que necesarios, artificios de la anatomía.
No hay más internet verdadero en nuestras vidas que ese cielo que nos sustenta, que nos dignifica: ¿proviene acaso el sacrificio de una vida, la entrega o el amor, de un conjunto de válvulas, dendritas o glóbulos...?
Os alabo por ese esfuerzo y os aseguro que trataré en cada momento de imaginar desde mi Viernes Santo, los sonidos del vuestro. ¡Qué tierra de contrastes! Mientras vosotros hacéis alarde de silencios, de penitencia, nosotros desgarramos el aire con el estruendo de veinte mil tambores: mágica noche de Jueves Santo, que ya lo es también de Viernes Santo. Nuestras túnicas, por cierto, también son negras, porque lo fueron, en el pasado, de penitencia.
No olvidéis que nuestros tambores salieron en su momento de las procesiones y en Semana Santa es cuando hacen tronar sus parches, se funden desde siempre con lo sagrado, con nuestras imágenes, con la talla hermosa de sus tronos, con la luz y con las flores. Sólo siento no poder entregar como un presente, el redoble de esos veinte mil tambores a este Cristo del Calvario que ha querido que hoy esté con vosotros. Sería el mejor de los regalos.
Sea pues para todos vosotros, para calmar el sufrimiento de Nuestro Padre Jesús del Calvario, para aliviar el hondo recogimiento de su Madre, María Santísima de la Esperanza, como homenaje humilde de la tierra de donde vengo, el sonido y el latido de nuestros corazones.


Se escucha el sonido de los tamborileros hellineros,
que con sus túnicas y tambores han acudido al acto.

VI
EL GRAN MENSAJE DE UN ABRAZO



Nuestro Padre Jesús del Calvario no asciende con una cruz a cuestas, con el peso de todo un mundo, un mundo entero, el de un enjambre de hijos ciegos que claman sin cesar que muera; no sube entre empellones y flagelaciones hasta el Gólgota, el trágico monte de la Calavera. Nuestro Padre Jesús del Calvario no está crucificado en la cruz, desgarrado y muerto con un río de sangre que surca sin rumbo fijo su cuerpo. Nuestro Padre Jesús del Calvario abraza la cruz como sólo Dios sería capaz de abrazar a todo un mundo, un mundo entero.
Hay un enigma en este abrazo, el de la sumisión y la mansedumbre. Jesús pudo llamar a una miríada de ángeles con espadas de fuego para abrir las gargantas de aquellos que pedían su tormento, pero se conformó con abrazar el que fuera su destino, el más amargo y dulce a un mismo tiempo.
Hubo sin duda el agitar del pulso, el latido angustioso de un corazón que quiere salirse del pecho, porque la muerte presentida y segura hacía temblar su encarnación como hombre. De ahí el prodigio: ser carne entre la carne para sufrir tanto como el último ser que sufre. Quedarse en un instante solo para sentir el clavo atravesando el hueso, para saberse lanceado en el costado, para saberse herido más allá de la inminente muerte. Qué inmenso sufrimiento el del propio Dios lacerado y humillado por el propio fruto de su creación, creado y destinado a la miel del infinito gozo.
¡Cuántas muertes vivió Jesús en ese instante en que abraza el instrumento de su muerte!
No hay más que amor, nada más que puro amor, en el acto de asumir el vocerío, los latigazos, el polvo del camino, el cráneo desgarrado por una maraña de espinas, la siniestra burla y la cruz, la eterna cruz en la que habían de quedar clavados para siempre las palmas y los olivos, una estrella de Belén y hasta todo el oro, el incienso y la mirra de unos reyes magos.

Qué triste soledad la de la muerte presentida,
venir al mundo para entregar un Cielo
y recibir la cruz como una herida,
muerte de amor, eterna muerte,
que ya no borra el tiempo ni la brisa.

En ese instante reside la grandeza de Jesús el Nazareno, reo de muerte por acercarse a los pobres, culpable por creer en la vida eterna, apóstata por considerarse Hijo de Dios, condenado por creer en la vida eterna, víctima propiciatoria de la locura colectiva de una Humanidad perdida. Qué fácil hubiera sido remover las entrañas de la tierra, cubrir de espanto los rostros de los verdugos, levantarse con la majestuosidad de un Dios omnipotente envuelto en el resplandor de fuego de la gloria, antes que dejarse arrebatar el preciado don de la existencia. Pero había que forjar con sangre el destino futuro de los hombres, con un reguero imborrable vertido por el más inocente de los seres.
Jesús abraza su muerte, ama su muerte por más que la teme, porque el destino ha de cumplirse, porque así lo quiere el Padre, porque hasta el Mesías ha de entregar cuanto tiene...
Cada uno de los hermanos de esta Hermandad del Calvario ha descubierto desde el silencio, desde su rostro oculto y por lo tanto anónimo, lo que significa abrazar una cruz en la madrugada de un Viernes Santo. "Cristo es un hombre con la experiencia de la eternidad", dijo uno de ellos, a buen seguro henchido de su sufrimiento y de su pena, calado místico que provoca verbo emocionado, inspirada frase, voz del sentimiento y la conciencia. "Ahora sé lo que es el sufrimiento", añadió otro, que seguro no llegó a imaginar que la revelación se tornaría herida en las propias carnes, allá donde el pecho se agiganta y enloquece.



VII
ABRAZAR UNA CRUZ, HOY, A CADA INSTANTE



Hay en este abrazo todo un compendio enciclopédico de la entrega, un mensaje en sólo dos manos extendidas en el aire hacia una cruz de madera que siempre será un cruce de senderos, el centro de un destino, la fusión del cielo con la tierra, y aún más que todo, un inmenso sacrificio. ¿Habremos de volver la vista atrás y refugiarnos en el presente, apartar nuestro propio cáliz dejando una corona de espinas rodando por los suelos? No habría entonces valido para nada la muerte del más grande de los hombres...
Desde mi pensamiento de hombre joven, amante de la vida en cada movimiento del veloz minutero, aclamando a viva voz el derecho a ser inmensamente feliz de cada ser humano, afirmo, con absoluta coherencia y el respeto que he de exigirme a mí mismo, que cada uno ha de poner un nombre a su madero, a su tronco abierto en cruz al que aferrarse en cada uno de los naufragios.
Y no es mi palabra la reivindicación de sacrificio alguno, porque no pretende alentar mortificaciones ni mucho menos, sino compartir con cada uno de vosotros el inmenso secreto de que toda contrariedad es una gloria del cielo. A mí me ha costado toda una vida comprenderlo. Todo tropiezo es una oportunidad única que se ofrece al ser humano para experimentar, para elevarse sobre los errores, para hacerse si cabe más humano.
Asumir una cruz al borde de un tercer milenio sería todo un ejercicio de hacer aprecio, gala, humilde gala, de la divinidad que todos llevamos dentro. Asumir una cruz es sencillamente afrontar con dignidad, con amor y puro amor, cualquiera de los retos que nos impone la vida. Hay tantos motivos por los que sentir alegría, que hasta uno puede alegrarse del pequeño o gran sufrimiento que a cada momento nos concede la vida.
¿Acaso nadie ha descubierto el milagro de morir y renacer en un mismo día? Siempre que lo hacemos somos más fuertes, maduramos, ganamos en experiencia, y esas fuerza, esa madurez y esa experiencia, es la que debemos transmitir a cuantos nos siguen: Hay que hacerlo por el cazador del Barranco del Moro, por el artesano y las manos que han llevado el sonido de vuestros cencerros por cada uno de los prados, por el sudor de quien elevó un hermoso castillo piedra a piedra, por los poetas que alabaron las excelencias de estas tierras con sus versos, por quienes os dieron el inmenso regalo de la vida.
Por encima de la creencia, incluso de la religión, el templo y la transcendencia, el abrazo de Jesús resuena en nuestras conciencias: lo hizo porque tenía que hacerlo, era el único entre todos los caminos posibles.
Ahí está la magia del destino, de hacerse uno con el mismo. Os puedo asegurar sin presunción alguna, que toda cruz llevada con sentimiento y entrega se vuelve más ligera. Llamo cruz al reto y al compromiso, por qué no al sacrificio implícito de la cotidiana vida: a veces incluso levantarse por la mañana, sonreír en el paroxismo del trabajo, aguantar, aunque nos duelan hasta los huesos, el peso de un hijo inagotable que quiere jugar a los indios y nos confunde con un caballo pinto, perdonar, por más que nos cueste, a quienes nos ofenden. Todas las pequeñas y grandes entregas fortalecen, sólo hay que aceptarlas, entonces es cuando nos construyen interiormente, nos forjan como recia espada que es golpeada una y otra vez en la fragua.
Estamos a las puertas de un nuevo milenio: no se tienen cumpleaños así todos los días, y hemos de remover de una vez por todas nuestras conciencias, abandonar para siempre el lastre que nos retiene en nuestro ascenso imparable hasta la evolución como seres humanos, aquella que fue prefijada desde el Año Cero por el Padre. Época para desterrar todos los miedos y afrontar el futuro por completo, guardando en la mochila para tan largo viaje todo lo bueno que del pasado heredamos.
Abrazar una cruz al borde de un tercer milenio es aliviar el peso de aquellos que nos acompañan, es afrontar un reto colectivo en el que sólo unidos sobreviviremos todos.
Esta Hermandad y Cofradía asumió el reto, la impuesta penitencia, de abrir una ventana en el cielo oscuro para que entrara el aire limpio de lo sagrado, y eso ha de pesar sin duda por los caminos no abiertos al senderismo, pero ha de llenar sin duda ese corazón tan lleno de ánimo.
A todos vosotros mi entusiasmo, para que seáis hombres, como Jesús lo fue, con la experiencia de la eternidad. Ya sabéis que un Padre lo da todo a sus hijos...
Y a los hijos de esta tierra inmensa, que ya la he hecho mía de algún modo a través del imaginario vuelo de la mente, el mejor de los futuros posibles...
Muchas gracias.

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