lunes, 29 de octubre de 2012

Una pequeña historia sin inportancia

CITAS:




La religión y la verdad son los fundamentos firmes

y estables, y solamente feliz aquel príncipe a quien

la viva luz de la naturaleza, con una prudencia cándi-

damente recatada, enseña el arte de reinar.

(SAAVEDRA FAJARDO: Política y razón de Estado.)





No hay en los Estados más honra que la convenien-

cia y el poder, pues en no haciéndose temer. no hay

quien los estime.

(J. A. DE LENCINA: Comentarios políticos.)


Una pequeña historia








Por Ignacio RIVED





A vosotros, hombres de nuestro siglo, que todo lo compráis y todo lo vendéis, y a vosotros, cínicos que creeis enterrado el amor y la poesía porque nacisteis ya demasiado secos para entender el uno ni sentir la otra, voy a contaros una pequeña historia. Muy pequeña porque apenas si transcurre en una hora, pero muy grande si sabéis leer en ella lo que mi mano no sepa expresar como debiera.



Sucedió así:



El volvía a casa aquella noche andando a vivas zancadas para espantar el frío que se le pegaba a los pies desde el asfalto húmedo. Era una noche de febrero. Y el hombre, ni joven ni viejo, en esa edad en que se empieza a comprenderlo todo sin perdonarlo aún, regresaba de la redacción de un periódico. Iba allí de vez en cuando a entregar un trabajo: artículos que cobraba a duras penas y de los que esperaba, con el tiempo, obtener alguna colaboración fija.



Porque el hombre de mi cuento-ni muy joven ni viejo ano-, era un hombre que no tenía empleo. O más bien que no quería tenerlo. Esto no significa que fuese un vago. No, no; de ninguna manera. El hombre de mi cuento trabajaba escribiendo, pintando... Quizás trabajaba más que otros, sin tener que entrar a hora fija en ninguna parte; pero no quería tener amo. Era, en fin, lo que las gentes llaman "un bohemio». Y el ser bohemio quiere decir que no siempre se tiene dinero. Aquella noche nuestro hombre no lo tenía. Por eso caminaba deprisa, golpeando con las suelas de los zapatos en un intento inútil por desentumecer los pies ateridos. ¿En qué pensaba? ¡Oh!, en muchas cosas... Pensaba, por ejemplo, en todas las estupideces que había oído en el periódico. Estupideces sociales sobre una sociedad mancillada por aquellos mismos que le dedicaban sus condolencias; estupideces cortesanas y untuosas hacia el jefe de la sección, con objeto de hacerse notar, con objeto de hacer méritos para un posible ascenso. Alabanzas y adulaciones mutuas, de dientes afuera; chascarrillos de cloaca entre los hombres... Coqueteos estudiados por parte de las mujeres. ¡Qué mundillo de monos vanidosos!



En todo esto iba pensando nuestro hombre mientras regresaba a casa. En todo esto y en lo poco agradable que era tener que acostarse sin cenar. Porque no iba a cenar, realmente: al trozo de merluza fría que entre dos rebanadas de pan se ocultaba en el bolsillo de su gabardina no podía llamársele cena. Y aparte de esto, todo su capital en el mundo eran un par de pesetas arrugadas y unas cuantas monedas en calderilla... Hasta que un editor "arruinado" --que aquella misma tarde, cuando fué a verle, fumaba cigarrillo tras cigarrillo rubio-se decidiese a pagarle lo que le debía.



Es cierto que podía tomar un café. Un café después de la merluza. Pero eligiendo bien el sitio y contando antes la calderilla, no fuese que no alcanzara...



Así llegó a casa. Metió la llave en la cerradura y subió lentamente los dos tramos de escalones. Hasta su estudio. Porque nuestro hombre tenía un estudio. En aquellos momentos iba pensando que casi era lo único que tenía. Una habitación ni muy grande ni muy pequeña; con algunos dibujos, colgados por las paredes, un montón de libros apilados en un ángulo, una cama, una mesa llena de papeles, una maceta de jeranios en el balcón .. Un estudio, en fin: ya sabéis lo que es.



Nuestro hombre se disponía a comerse la merluza, a fumar un cigarrillo hecho de briznas de colillas y a meterse en la cama. Empujó la puerta. Y en seguida vió que había estado ella .



Ella era una muchacha rubia, casi una niña aún, con el frescor de la primavera en las mejillas sonrosadas y el candor primitivo de los seres que ano no se han dado cuenta-para su fortuna-, de lo que es la Humanidad.



Era una mujer, pero lo mismo hubiera podido ser una flor, una brisa, o el trino de un pájaro en el bosque.



¿Por qué quería a nuestro hombre? ¿Por qué venía a verle a diario, exponiéndose a todas las maledicencias y a todas las murmuraciones? Quizás porque él tampoco era un ser civilizado. El había pasado ya del mundo. Ella no había llegado aún. Los dos estaban fuera del tiempo, tal y como lo miden los calendarios. Flotaban en el éter. El éter era "su" estudio.



Pues sí, nuestro hombre vió en seguida que ella había estado. Al principio en una presencia impalpable, que sólo las almas de la Naturaleza dejan. Luego, en una botella de leche, otra de café y otra de alcohol para el infiernillo renegrido que había encima de la mesa. Contempló un instante las tres botellas como se contempla el nacimiento de la hierba en primavera. Luego, guiado por el instinto de la costumbre, se dirigió hacia la cama. Debajo de la almohada había un papel doblado. Decía el papel: " ¡ Cómo siento no poder esperarte hasta que regreses a casa esta noche. Me gustaría hacerte componía. Pero se hace tarde y he de irme. Aquí mi alma, sin embargo, contigo. Algo más tranquila que yo misma, seguramente Duerme bien, corazón."

¡ Algo más tranquila que ella misma! Nunca ha sido tranquilo el viento, ni los pájaros que alborotan en el cielo, ni la espuma que riza la cresta de las olas... Pero ¡qué hermosos son!



Nuestro hombre retuvo en sus manos el papel y lo estuvo contemplando, unos instantes. ¿Vosotros creéis que los ojos de un hombre son menos viriles cuando se empañan? Yo creo que no. Mientras el café se calentaba en el infiernillo, se acercó al balcón y abrió las maderas. A través de los cristales empañados se veían las estrellas purísimas, como diamantes fríos y remotos.



Los ojos del hombre fueron de las estrellas a la llama del alcohol, cálida y retozona. Y le pareció ver en ambas el símbolo de la mujer. De las mujeres, mejores que los hombres, incluso en nuestra época. A veces nos abrasan como la llama, a veces nos ayudan a mirar hacia arriba, como los diamantes del cielo . Y ella era todas las mujeres en una sola.



Si no os dais cuenta de lo que sentía el hombre de mi historia mientras, en pie junto a la ventana, dejaba vagar la vista del infiernillo al cielo, no vale la pena que os lo explique yo tampoco.



Solo os diré que aquel hombre que no tenía nada, comprendió de pronto que tenía mucho más de lo que ninguna riqueza pudiera comprarle. Y dió gracias al cielo.



Se comió la merluza sin que le pareciese fría y el café con leche le supo a néctar de los dioses. No quiso apagar la llama del infiernillo . Dejó que se fuese consumiendo lentamente, muy lentamente, hasta que se acabó el alcohol. Después, con el cigarrillo en los labios, contempló durante un rato el cielo de febrero a través de los cristales empañados. Cuando se durmió con las doce campanadas de la torre vecina, su alma estaba limpia como la de un niño y poderosa como la de un rey: una mujer había venido a traerle café (¡qué poco!, ¿verdad?) y él tenía ojos para comprender la belleza de la llama y de las estrellas.



* * *



Eso es todo.



Ya os dije que era una historia sin importancia. Y ocurrió además hace mucho tiempo. Cuando el hombre era joven todavía.











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